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Sunday 17 March 2013

Nada que ver con Miguel Mateos - Zaz @ XOYO


Llegué a XOYO caminando desde la estación de Old Street. Era martes, venía del trabajo. La caminata era corta pero el frio me calaba los huesos, escabulléndose por debajo de mi campera de leñador canadiense. Llevaba los hombros contraídos y los brazos cruzados contra el cuerpo; pero no había caso, el frio hacía de las suyas de todas maneras. 12 de marzo, pensé, cuando va a llegar la primavera? Afuera de la puerta del lugar había una mujer que te sellaba la mano para entrar; con la punta de la nariz enrojecida, esbozó una media sonrisa cuando le di la entrada, y me marcó como si fuera una oveja a punto de ser vacunada.

Bajé unas escaleras largas. Dos mujeres de unos 25 años adelante mío hablaban en francés. Me imagine que no se veían hace mucho, y que se estaban poniendo al día. El recital de la banda que solían escuchar cuando compartían el piso de Pigalle parecía una excusa perfecta para volver a encontrarse.

Entré al espacio donde iba a tocar Zaz, justo cuando la banda soporte estaba terminando. No le presté demasiada atención. El lugar tenía el tamaño justo, y me hizo acordar a algún boliche que frecuentaba en Buenos Aires. Las luces ya giraban; celestes, fucsias, verdes, ambientando el escenario para lo que vendría. Me pareció que el lugar estaba colmado de mujeres. Pensé en mis amigos solteros; los visualicé abriendo mucho los ojos y girando la cabeza hacia todos lados, como chicos en una juguetería. No tardé en darme cuenta que yo estaba haciendo lo mismo.


Zaz subió al escenario con una frescura que hacía mucho que no veía en un artista. Tenía una sonrisa amplia, casi pintada, y una alegría que inmediatamente contagió a toda la audiencia. Mirando al público, Isabelle Geffroy (AKA Zaz) soltó un ‘I’m very happy’, con un acento francés tan marcado (‘aim veri api’) que me enterneció.  

El set comenzó con Les Passants; fue el punto de partida de un show en  donde Zaz demostró por qué es una estrella en ascenso. La voz sutilmente áspera garabateaba sobre bases jazzeras con una naturalidad magnífica. La pareja era perfecta; como la masa del crepe y el Nutella. La varieté había arrancado: había duelos de voz y guitarra, letras traviesas y su clásica trompeta humana - un sonido que Zaz logra poniendo la mano derecha en forma de cono delante de su boca, soltando unas notas que son mezcla de trompeta averiada y corneta de piñata.


La banda, por su parte, exploraba las armonías con aires descontracturados, coqueteando con Django Reinhardt y otros notables del gypsy jazz francés. Con líneas de contrabajo prolijamente rítmicas y una batería simple pero contundente, la base se prestaba para que el guitarrista explorara todas las notas del diapasón, alternando solos ligeros con octavas movedizas y acordes con séptima y novena. Una experiencia cuasi circense para un auténtico flashback al Paris de los años 30.

Luego de los primeros temas ya estaba completamente inmerso en la música, y empecé a notar los matices de la noche. Los buenos y los no tan buenos, claro está. Reparé en la importancia del sonidista para este (y en realidad, todo) tipo de recitales. Asumo que el buen hombre habría tenido una mala noche o se había pasado de cervezas en la previa; el redoblante sonaba como una lata de galletitas Bagley golpeada con una cuchara sopera, y el piano me hacia acordar al Yamaha que mi viejo me regalo a los siete. Una picardía, como diría una amiga mía, porque los músicos eran excelentes, y por los cortes y arreglos se notaba que estaban bien ensayados.

De todas formas, los contratiempos técnicos no me impidieron seguir disfrutando de lo que estaba pasando. Los temas, cantados en la langue de l’amour,  comenzaron a encantar a la gente, como serpientes en un bazar marroquí. En algún momento mire a mi alrededor y observé varias parejas abrazadas en la configuración dada por la música en vivo: la mujer adelante, el hombre atrás, ambos mirando el escenario; los brazos de él alrededor del abdomen de ella, los de ella cruzados sobre los de él; la cabeza de ella descansado, levemente hacia atrás, sobre el pecho de él. Las parejas se movían suavemente, en una cadencia simple, hacia los lados solamente. Los dos sonreían. La imagen me transportó inmediatamente a las decenas de recitales de reggae en mis tierras del sur; no recuerdo haber visto esta imagen previamente en Londres. La reflexión sobre la diferencia entre anglosajones y latinos no se hizo esperar, como tantas otras veces, pero en ese momento preferí volver a la música.

El repertorio continuó en la línea distendida con la que había arrancado. Sonaron Prends Garde A Ta Lange, el hit Je Veux (cantada por todos; los que sabemos de francés lo mismo que de biología molecular improvisábamos algún sonido nasal acompañado de una mueca rara). Luego vino Dans Ma Rue, cantada a puro sentimiento, y hasta hubo espacio para un tema de la inefable Edith Piaf - no podía ser de otra manera. Zaz sonreía y agradecía cada vez que tenía la oportunidad. La audiencia respondía con aplausos e indescifrables gritos en la lengua de los antiguos galos.



En algún momento antes de la medianoche Isabelle y su banda decidieron despedirse, dejándonos a la merced del personal de seguridad del lugar, que nos barrió efectivamente hacia la gélida salida. Gorro, bufanda y coraje; hora de emprender el regreso. Nada de qué arrepentirse: Zaz te deja con una sensación de liviandad y sonrisa interna. No se le puede pedir mucho mas a un martes. 

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