Llegué a XOYO caminando desde la estación de Old Street. Era
martes, venía del trabajo. La caminata era corta pero el frio me calaba los
huesos, escabulléndose por debajo de mi campera de leñador canadiense. Llevaba los
hombros contraídos y los brazos cruzados contra el cuerpo; pero no había caso,
el frio hacía de las suyas de todas maneras. 12 de marzo, pensé, cuando va a
llegar la primavera? Afuera de la puerta del lugar había una mujer que te
sellaba la mano para entrar; con la punta de la nariz enrojecida, esbozó una
media sonrisa cuando le di la entrada, y me marcó como si fuera una oveja a
punto de ser vacunada.
Bajé unas escaleras largas. Dos mujeres de unos 25 años adelante mío hablaban en francés. Me imagine que no se veían hace mucho, y que se estaban poniendo al día. El recital de la banda que solían escuchar cuando compartían el piso de Pigalle parecía una excusa perfecta para volver a encontrarse.
Entré al espacio donde iba a tocar Zaz, justo cuando la
banda soporte estaba terminando. No le presté demasiada atención. El lugar tenía
el tamaño justo, y me hizo acordar a algún boliche que frecuentaba en Buenos Aires.
Las luces ya giraban; celestes, fucsias, verdes, ambientando el escenario para
lo que vendría. Me pareció que el lugar estaba colmado de mujeres. Pensé en mis
amigos solteros; los visualicé abriendo mucho los ojos y girando la cabeza
hacia todos lados, como chicos en una juguetería. No tardé en darme cuenta que
yo estaba haciendo lo mismo.
Zaz subió al escenario con una frescura que hacía mucho que
no veía en un artista. Tenía una sonrisa amplia, casi pintada, y una alegría que
inmediatamente contagió a toda la audiencia. Mirando al público, Isabelle Geffroy
(AKA Zaz) soltó un ‘I’m very happy’, con un acento francés tan marcado (‘aim
veri api’) que me enterneció.
El set comenzó con Les Passants; fue el punto de partida de un show en donde Zaz demostró por qué es una estrella en
ascenso. La voz sutilmente áspera garabateaba sobre bases jazzeras con una
naturalidad magnífica. La pareja era perfecta; como la masa del crepe y el Nutella. La varieté había arrancado: había duelos de voz y guitarra, letras
traviesas y su clásica trompeta humana -
un sonido que Zaz logra poniendo la mano derecha en forma de cono delante de su
boca, soltando unas notas que son mezcla de trompeta averiada y corneta de
piñata.
La banda, por su parte, exploraba las armonías con aires
descontracturados, coqueteando con Django Reinhardt y otros notables del gypsy
jazz francés. Con líneas de contrabajo prolijamente rítmicas y una batería simple
pero contundente, la base se prestaba para que el guitarrista explorara todas
las notas del diapasón, alternando solos ligeros con octavas movedizas y
acordes con séptima y novena. Una experiencia cuasi circense para un auténtico
flashback al Paris de los años 30.
Luego de los primeros temas ya estaba completamente inmerso
en la música, y empecé a notar los matices de la noche. Los buenos y los no tan
buenos, claro está. Reparé en la importancia del sonidista para este (y en
realidad, todo) tipo de recitales. Asumo que el buen hombre habría tenido una
mala noche o se había pasado de cervezas en la previa; el redoblante sonaba
como una lata de galletitas Bagley golpeada con una cuchara sopera, y el piano me
hacia acordar al Yamaha que mi viejo me regalo a los siete. Una picardía, como
diría una amiga mía, porque los músicos eran excelentes, y por los cortes y
arreglos se notaba que estaban bien ensayados.
De todas formas, los contratiempos técnicos no me impidieron
seguir disfrutando de lo que estaba pasando. Los temas, cantados en la langue de l’amour, comenzaron a encantar a la gente, como
serpientes en un bazar marroquí. En algún momento mire a mi alrededor y observé
varias parejas abrazadas en la configuración dada por la música en vivo: la
mujer adelante, el hombre atrás, ambos mirando el escenario; los brazos de él
alrededor del abdomen de ella, los de ella cruzados sobre los de él; la cabeza
de ella descansado, levemente hacia atrás, sobre el pecho de él. Las parejas se
movían suavemente, en una cadencia simple, hacia los lados solamente. Los dos sonreían.
La imagen me transportó inmediatamente a las decenas de recitales de reggae en mis
tierras del sur; no recuerdo haber visto esta imagen previamente en Londres. La
reflexión sobre la diferencia entre anglosajones y latinos no se hizo esperar,
como tantas otras veces, pero en ese momento preferí volver a la música.
El repertorio continuó en la línea distendida con la que había
arrancado. Sonaron Prends Garde A Ta Lange, el
hit Je Veux (cantada por todos; los
que sabemos de francés lo mismo que de biología molecular improvisábamos algún sonido
nasal acompañado de una mueca rara). Luego vino Dans Ma Rue, cantada a puro sentimiento, y hasta hubo espacio para
un tema de la inefable Edith Piaf -
no podía ser de otra manera. Zaz sonreía y agradecía cada vez que tenía la
oportunidad. La audiencia respondía con aplausos e indescifrables gritos en la
lengua de los antiguos galos.
En algún momento antes de la medianoche Isabelle y su banda decidieron
despedirse, dejándonos a la merced del personal de seguridad del lugar, que nos
barrió efectivamente hacia la gélida salida. Gorro, bufanda y coraje; hora de emprender
el regreso. Nada de qué arrepentirse: Zaz te deja con una sensación de liviandad
y sonrisa interna. No se le puede pedir mucho mas a un martes.
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